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Érase una vez una joven, hermosa y de buen corazón, llamada Cenicienta. Vivía con su cruel madrastra y hermanastras, quienes la trataban como sirviente, por lo cual, pasaba sus días limpiando, ordenando y atendiéndolas.

A pesar de la crueldad de ellas, Cenicienta siempre se acordaba de las palabras de su madre: “Siempre ten coraje y sé buena”.

Sucedió que el rey organizó una fiesta a la cual todo el mundo en el reino fue invitado, para que su hijo pudiera escoger a su futura esposa.

Al recibir la invitación, la madrastra le ordenó inmediatamente vestidos nuevos para ella y sus hijas. Cenicienta trabajó día y noche para tener los nuevos vestidos listos a tiempo.

El día del baile, mientras ellas se preparaban para salir, Cenicienta descendió por las escaleras con el vestido que se había hecho ella misma. Su madrastra y sus hermanastras se enojaron tanto al verla tan bella que le rompieron el vestido y salieron sin ella.

Cuando se encontró sola Cenicienta se largó a llorar, cuando de pronto se le apareció su Hada Madrina.

“No te preocupes”, exclamó el Hada. “Tú también irás al baile”.

“Pero no tengo ningún vestido“, dijo entre sollozos Cenicienta. Y con un gesto de su varita mágica el Hada Madrina convirtió su ropa vieja y sucia en un espléndido vestido de baile nuevo.

Después el Hada Madrina encontró seis ratones jugando en el huerto de calabazas.

Tocándolos con su varita mágica, la calabaza se transformó en un maravilloso carruaje y los ratones en cuatro caballos blancos y dos cocheros.

Cuando todo estaba listo, Cenicienta se despidió de su Hada Madrina quien le advirtió: “El hechizo se va a deshacer cuando el reloj del palacio dé las doce campanadas. Tendrás que regresar a casa antes de eso sin falta”.

La llegada de Cenicienta al palacio causó honda admiración. Al entrar a la sala de baile, todos se quedaron deslumbrados por su belleza y sus hermanastras y su madrastra no la reconocieron. Su alegría fue inmensurable cuando el Príncipe la invitó a bailar.

El Príncipe y Cenicienta bailaron toda la noche hasta que en medio de tanta felicidad Cenicienta notó el reloj del palacio acercándose a las doce y se acordó de las palabras de su hada madrina. “Tengo que irme”, exclamó ella huyendo de la sala de baile.

Estaba tan apresurada que bajando las escalinatas del palacio perdió un zapato pero no se detuvo para recogerlo.

Llegó a casa apenas el reloj marcó las doce.

Su carruaje se convirtió de vuelta en una calabaza, sus caballos en ratones y su ropa era vieja y sucia de nuevo. Su madrastra y sus hermanastras regresaron luego, hablando sin parar de la bella joven que había bailado con el Príncipe toda la noche.

El Príncipe se había enamorado de Cenicienta a primera vista, pero ni siquiera sabía su nombre. Recogiendo su zapato de la escalinata, anunció: “Me casaré con aquella cuyo pie calce en este zapato”.

El hijo del rey y sus sirvientes recorrieron con el zapatito de cristal todas las casas del reino, pues no había ninguna mujer a quien le quedara bien.

Las hermanastras de Cenicienta intentaron calzar sus enormes pies en el fino zapatito, pero el sirviente temía que pudiese romperse.

La madrastra no quería dejar que Cenicienta se probara el zapato, pero el Príncipe dijo: “¡Esperen! Dejémosla que lo pruebe”.

El zapatito calzó al pie de Cenicienta perfectamente y el Príncipe se dio cuenta que esta era la joven bella con la cual había bailado en la fiesta.

El hijo del rey había encontrado a la mujer que buscaba. Y así sucedió que se casaron y vivieron muy felices para siempre.